Las guerras imperiales y las armas de hoy (II)
Enviado por: Jorge Gómez Barata
Con las armas nucleares ocurre como con los cartuchos para las pistolas: no basta con tener una bala o una bomba. De la cantidad de bombas disponibles depende la capacidad para batir simultáneamente decenas o cientos de blancos y para asestar un “segundo golpe”. Así se desató la carrera de armamentos, que es intensa cuando se trata de rivales concretos y simétricos y se atenúa cuando la bomba atómica es un elemento indicador del poderío y a lo sumo un disuasivo.
En el primer caso estuvieron la Unión Soviética y los Estados Unidos y esa situación es ahora la situación de la India y Pakistán, países fronterizos con niveles de desarrollo comparables y que han construido bombas atómicas para amenazarse uno a otro. En el segundo caso está China, que no tiene un adversario concreto a quien apuntar.
Durante la Guerra Fría nadie supo exactamente de cuántos silos nucleares, rampas móviles, submarinos atómicos, grandes buques y aviones estratégicos armados con cohetes portadores disponía cada una de las partes ni dónde estaban ubicados; tampoco se conocían otras “facilidades atómicas” como las armas tácticas ubicadas en bases militares en el extranjero y a bordo de buques y portaviones. Las incógnitas de la Unión Soviética respecto a Estados Unidos y viceversa, aludían también a los aliados.
El “botón nuclear” que de eso se trata el famoso “maletín” convertido en “vademécum” de los jefes de estado de las potencias nucleares, no es el disparador de un arma, sino la orden que desata andanadas de misiles y bombas sobre blancos seleccionados durante años y que cubren prácticamente a todo el mundo.
Entre los silos nucleares en territorio soviético y norteamericano y los principales blancos en unos y otros territorios mediaban entre cinco y diez mil kilómetros, distancia que un cohete podía tardar cierto tiempo en recorrer y antes, cuando no existían escudos o sistema antimisiles, todo se reducía a detectar los lanzamientos para lo cual primero se emplearon sismógrafos y luego sensores de emisiones de calor y detectores de vibraciones a bordo de los satélites o instalados en aviones y buques de exploración. Por la cercanía de sus presuntos adversarios, los países nucleares emergentes no tienen tales problemas.
Afortunadamente, durante años, la enorme distancia entre las superpotencias y la baja velocidad de los gigantescos misiles intercontinentales cuyo despegue no podía ser ocultado, eran circunstancias que otorgaban capacidad de reacción a unas y otras, impidiendo que pudiera realizarse una “guerra nuclear relámpago” que quedara sin respuesta. La falta de una opción ganadora evitó la guerra nuclear.
Ese no es hoy el caso, cuando existe la amenaza de que ciertos países utilicen las armas atómicas, incluso contra estados que no las poseen. Horroriza escuchar a líderes amenazar con desaparecer a algún país, poner a otro de rodillas o convertir a alguna ciudad en “un huracán de fuego”. Tales expresiones que a veces recuerdan bravuconadas, son expresión de tensiones y de peligros reales.
Para solucionar los problemas creados por la distancia y tratar de lograr ventajas, incluso aspirar a la sorpresa nuclear, aparecieron primero las bases militares en el extranjero dotadas de misiles de corto y mediano alcance, los aviones estratégicos y luego los silenciosos submarinos atómicos que pueden pasar meses y años sumergidos, aprovechando la circunstancia de que los reactores no necesitan ser reabastecidos de combustible, no emiten ruidos, no producen gases que sea necesario evacuar, potabilizan el agua, generan electricidad y son en realidad grandes bases atómicas sumergidas.
En realidad los actuales peligros atómicos no emanan de situaciones políticas nuevas ni generadas en los últimos cincuenta años, sino de antiguas rivalidades geopolíticas llevadas a puntos críticos por culpa de la irresponsabilidad de las grandes potencias, que facilitaron la proliferación nuclear: China, India, Pakistán, Sudáfrica e Israel alcanzaron el arma nuclear asistida por las potencias nucleares originales.
Tal vez por razones culturales, por características del sistema político y por una coyuntura marcada por la experiencia de la ocupación fascista y por las ansias de paz de los pueblos sobrevivientes de la guerra, en la Europa de la posguerra un grupo de países, entre ellos: Yugoslavia, Suecia, Noruega, Holanda, Finlandia y otros, así como Australia y Nueva Zelanda que contaban con potencial industrial y recursos económicos, voluntariamente, antes de que existiera el Tratado de no Proliferación, renunciaron a enrolarse en la carrera de armamentos nucleares.
Contradictoriamente por la misma época, en ciertos países del Tercer Mundo, envueltos en coyunturas políticas extraordinariamente conflictivas, se desarrolló la idea de que disponer de armas nucleares podía ser una solución. Algunos como Egipto y Libia y más recientemente Sudáfrica, renunciaron a sus respectivos programas nucleares; las bombas con las que alguna vez soñaron los dictadores de Argentina y Brasil no llegaron a fabricarse. La labor de México y la promoción del Tratado de Tlatelolco fue un importante aporte a la desnuclearización latinoamericana.
No hay manera de liberar a Ronald Reagan y a George Bush de su responsabilidad por haber desaprovechado las ofertas de Mijaíl Gorbachov, torpedeando la mejor oportunidad que tuvo la humanidad, no sólo para la reducción de los arsenales nucleares, el fin de las pruebas atómicas, la no proliferación, sino incluso para el desarme. En esa coyuntura el stablishment norteamericano cometió lo que puede ser uno de sus mayores errores estratégicos al tratar de obtener ventajas circunstanciales y de alcanzar con las armas y la guerra el liderazgo que la paz y la colaboración le hubieran regalado.
Para las corrientes políticas avanzadas, los estadistas esclarecidos, para los pueblos y las fuerzas amantes de la paz, ninguna frustración es mayor que haber asistido al absurdo de que el fin de la Guerra Fría no haya abierto el camino de la paz.
Por tortuosos caminos y por negarse a asimilar las enseñanzas terribles de Hiroshima y Nagasaki, la humanidad ha llegado al momento más absurdo de su existencia, en el cual puede incluso autodestruirse. Quien crea que con armas atómicas puede ganar, se equivoca. Allá nos vemos
En realidad los actuales peligros atómicos no emanan de situaciones políticas nuevas ni generadas en los últimos cincuenta años, sino de antiguas rivalidades geopolíticas llevadas a puntos críticos por culpa de la irresponsabilidad de las grandes potencias, que facilitaron la proliferación nuclear: China, India, Pakistán, Sudáfrica e Israel alcanzaron el arma nuclear asistida por las potencias nucleares originales.
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