Enviado por: Jorge Gómez Barata
Obviando las escalas que el tiempo y la tecnología imponen, ningún país en ninguna época libró tantas guerras y de las proporciones que las protagonizadas por los Estados Unidos; tampoco ningún Estado obtuvo con ellas tantas ventajas ni las alcanzó con costos humanos tan reducidos.
En sus momentos de mayor esplendor el Imperio Romano llegó a tener unas 50 legiones, integradas por unos 10 000 soldados de infantería y 5 000 jinetes cada una, en total no más de: 750 000 hombres y la Guardia Pretoriana nunca sobrepasó los 30 000 efectivos. En ningún momento Napoleón tuvo más de un millón y medio de hombres sobre las armas. Todas las tropas de ambos imperios no llegaban al número de efectivos movilizados por Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial.
Mediante una guerra de menos de tres años, en la cual, a la vez nunca comprometió más 20 000 efectivos ni sufrieron más de cinco mil bajas en combate, los Estados Unidos arrebataron a México más de dos millones de kilómetros cuadrados y en los tres meses que duró la guerra contra España en 1898, la despojó de Cuba, Filipinas, Puerto Rico y otras posesiones. Todas las bajas norteamericanas en todas las guerras libradas en el siglo XX no alcanzan a las sufridas por Rusia sólo en la Primera Guerra Mundial.
La razón de semejante rentabilidad y economía en vidas humanas se explica porque ninguno de los conflictos de la era moderna se ha librado en territorio norteamericano, Estados Unidos ha combatido contra adversarios notoriamente más débiles y porque la doctrina militar norteamericana se basa en el empleo masivo de tecnología avanzada, especialmente aeronaval, que le proporciona una superioridad abrumadora y le permite no emplear grandes contingentes en operaciones de alto riesgo para sus fuerzas vivas.
Desde la Segunda Guerra Mundial, aprovechando su posición de liderazgo, su capacidad para presionar políticamente a otros países y las posibilidades para manipular la percepción de los conflictos, Estados Unidos ha logrado sumar a otros estados, formando coaliciones que aportan tropas y comparten gastos. Así ocurrió en la lucha anti hitleriana, en Corea, Vietnam, el Golfo, Irak, Afganistán y Yugoslavia. Hay casos como el de Corea en los que ha comprometido a la ONU y en otros como el de la ex Yugoslavia y Afganistán ha involucrado a la OTAN. Con semejante formato, Estados Unidos da a su participación bélica una cobertura ideológica apropiada a sus fines.
Como ha ocurrido con todos los imperios a lo largo de la historia, aunque hubo excepciones circunstanciales, el stablishment y parte importante del pueblo han apoyado a las respectivas administraciones norteamericanas cuando se han involucrado en guerras en el extranjero. La guerra y la rapiña contra México fue realizada bajo la mendaz afirmación de que: “Sangre norteamericana había sido derramada en suelo norteamericano”, en 1898 se declaró la guerra a España bajo el slogan de: “Remember to Maine”, la intervención en Vietnam fue cubierta con patraña del Golfo de Tonkín y los pretextos para la invasión a Irak son conocidos.
Mediante una intencionada exposición de motivos, la manipulación de la naturaleza de los diferentes conflictos en que toma parte, en la mayoría de las ocasiones, la clase política norteamericana logra el respaldo de la opinión pública. El pueblo norteamericano que tuvo razones legítimas para apoyar a su gobierno que después del ataque a Pearl Harbor se involucró en la II Guerra Mundial, también siguió a Truman cuando por razones más que dudosas intervino en Corea bajo la consigna de frenar la expansión del comunismo.
El fin de la Guerra Fría, la consumación de la hegemonía política y del predominio militar norteamericano, sostenido por descomunales gastos bélicos y por la integración de la investigación avanzada, el desarrollo científico y tecnológico a la esfera militar, han reforzado la tendencia a disminuir las bajas para Estados Unidos y aumentar la rentabilidad de los conflictos. Comparados con el significado estratégico de haberse apoderado de las fabulosas reservas petroleras de Irak, los costos de esa guerra son mínimos.
Las abrumadoras capacidades aeronavales, el armamento nuclear, la cohetería estratégica, entre ellos los submarinos nucleares que se han convertido en grandes bases atómicas sumergidas y el desarrollo de explosivos y armas convencionales con prestaciones equivalentes a las nucleares, incluyendo la modalidad de aviones sin piloto y embarcaciones sin tripulación, permiten al mando militar y a la administración norteamericana involucrarse en varios conflictos a la vez.
Por añadidura, en el siglo XXI ha aparecido elemento que no existieron en los campos de batalla de la II Guerra Mundial, en la de Corea, en los de Vietnam ni en la Guerra Fría y es el hecho de que las potencias no se amenazan unas a las otras, países pobres que se alzan como potencias nucleares y las bajas en la técnica militar norteamericana son mínimas.
En los conflictos actuales, raras veces aviones o helicópteros norteamericanos o de la OTAN son derribados, el armamento antisubmarino no alcanza las profundidades en las que operan los sumergibles nucleares y apenas se dan los primeros pasos para crear misiles capaces de hundir portaviones. Por esas razones las guerras se libran con la técnica existente y las reposiciones son mínimas por lo cual los conflictos bélicos no influyen decisivamente en el crecimiento industrial ni en la creación de gran número de empleos.
Sin embargo, ciertas realidades obligan a Estados Unidos a actuar como fuerza de ocupación, cosa que no puede hacer a distancia ni con tecnología y mucho menos con administraciones títeres. En ese momento la resistencia actúa, el factor humano se torna decisivo y las bajas aumentan sensiblemente.
Irak y Afganistán, escenarios en los cuales las tropas norteamericanas no pueden permanecer sin encajar cuantiosas bajas, muestran el lado débil de la estrategia estadounidense de guerras a distancia y basadas en alta tecnología, por lo cual tratan de introducir una innovación doctrinaria: el poder inteligente cuya eficacia esta por ser demostrada. Argos, 11 de octubre del 2010.
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