domingo, 21 de junio de 2009

AYAHUASCA. DE LA SELVA SU REMEDIO PARA TRATAR ENFERMEDADES

Ayahuasca (en una escuela de Chamanismo en la selva del Perú)Una bebida alucinógena. Un remedio para tratar enfermedades. El camino más corto para conocer a Dios (o el infierno). La ayahuasca es esa droga exótica de la selva de Sudamérica, cuya popularidad sigue atrayendo turistas y viajeros. Después de décadas de curiosidad y de cientos de testimonios diversos sobre sus efectos curativos, la pregunta es la misma: ¿Puede la ayahuasca ser la técnica más alucinante (y líquida) de autoayuda?Un testimonio de Marco Avilés Empezaba a sentir los efectos de la ayahuasca en el cuerpo y la mente cuando encendí un cigarrillo embrujado (eso creía) que me produjo un alivio profundo y pasajero. Unos minutos después, desearía no haberlo fumado jamás. La oscuridad de la selva penetraba en la cabaña y lo cubría todo como un manto denso y cálido. Allí estábamos cuatro forasteros y dos chamanes shipibos, esa etnia de la selva amazónica central del Perú que, a lo largo del río Ucayali, habita un universo de aldeas asfixiadas por la vegetación. La comunidad se llama Nueva Betania, y para llegar allí hay que navegar durante cinco horas en un bote a motor desde la ciudad de Pucallpa, y volar una hora en avión desde Lima. Es uno de los lugares –sólo uno– donde se puede beber ese brebaje de color café, sabor amargo y poderosos efectos visionarios y curativos llamado ayahuasca. Encontrarla en cualquier parte del mundo no es difícil: la ofrecen desde comerciantes en páginas web; curanderos que peregrinan a las ciudades para montar consultorios asépticos y servicios por delivery; hasta farsantes expertos en cazar turistas en las ciudades más turísticas del Perú, Ecuador y Colombia, a quienes les ofertan alucinaciones entretenidas y «mágicas», es decir, el momento más «exótico» de su viaje «exótico» (véase la internet). Lo complicado es hallar la ayahuasca en su mundo original, en la selva, allí donde esa bebida ha sido el catalizador de nocturnos rituales curativos durante miles de años y donde los chamanes shipibos la llaman sencillamente «medicina», pues, en efecto, utilizan su poder para producir visiones en la curación del cuerpo y la mente de sus paisanos. También la emplean para dañar a los enemigos propios o a los de los clientes que pagan por ese servicio (y entonces hay que llamarlos «brujos»). Ésta sería una verdad que comprobaría después, a medida que la ayahuasca hiciera efecto en los participantes de esa sesión. Eran las nueve de la noche de un domingo de fines de agosto cuando bebimos cada uno un trago. La noche era espesa y llena de estrellas que se reflejaban en una laguna inmensa, enfrente de la cual estaba la Escuela de Chamanismo Oni Shobo. Era la séptima vez que bebía ayahuasca, pero ésta habría de ser la más dramática. Los brazos y las piernas se me adormecieron, y a cada calada de ese cigarrillo providencial, su lumbre iluminaba débilmente el centro de la cabaña donde estaba recostado sobre una frazada, descalzo y embutido en una sudadera que evitaba las picaduras de tábanos y mosquitos. Allí estaban Sebastián Briche y Deborah Hodges, un francés de treinta años y una inglesa de cincuenta, quienes se habían conocido viajando por otros pueblos del Perú, y que se enteraron de la existencia de una familia de chamanes shipibos, los Tangoa, empeñados en difundir desde su hogar los poderes de la ayahuasca consumida en su «hábitat» original. Los maestros que dirigían la sesión eran Luis Tangoa, un joven chamán de veintitrés años, y su tío Pedro Tangoa, un maestro de casi cuarenta años, cabellera larga, risa fácil y dueño de una extensa biografía: soldado en la guerra contra el terrorismo, empresario exportador de plantas amazónicas, líder de un asociación de pueblos nativos de la selva del Perú, presidente de una organización que apoya a jóvenes shipibos que desean estudiar en la ciudad, director de la Escuela de Chamanismo Oni Shobo («Casa de luz», en lengua shipiba). Este local, donde nos encontrábamos ahora, estaba a media hora de camino del centro del pueblo a través de un sendero que penetraba en la espesura de la selva y desembocaba frente a esa laguna repleta de caimanes perezosos y nutrias ruidosas. La soberbia del paisaje era capaz de producir la ingenua sensación de que allí nada cambiaría nunca y de que jamás se oirían los estertores de motor alguno. Durante muchos años, Pedro Tangoa había viajado a muchos de pueblos de la selva del Perú para censar a todos los chamanes shipibos y convencerlos de crear una asociación que los protegiera en el trato con las agencias de turismo. Muchas de estas empresas organizan sesiones de toma de ayahuasca, por las que cobran hasta doscientos dólares a cada participante (norteamericanos y europeos, por lo general). El pago a los maestros suele ser exiguo. «Esos chamanes que trabajan para el turismo son explotados», me dijo Tangoa una tarde de mayo del 2006 mientras almorzábamos en un restaurante de Lima. «No tienen beneficios y después de tanto trabajo siguen tan pobres como siempre. Las agencias les pagan lo que quieren. A veces sólo les dan un par de zapatillas». Por entonces, Tangoa ya construía su escuela de chamanismo, al frente de aquella laguna paradisíaca. Se trataba de un conjunto de cabañas de madera que debían contar utensilios para los huéspedes y estudiantes, una biblioteca y un local central para las ceremonias. Durante el año siguiente, y mientras se implementaba la escuela, Tangoa recorrió otras ciudades del Perú donde abunda el comercio de la ayahuasca, como Iquitos, en la selva, y el Cusco, en los Andes; y en esos lugares supo de sesiones donde los chamanes combinan la ayahuasca con cocaína o con las drogas que sugieren los clientes; psicólogos que usan la ayahuasca en costosos tratamientos alternativos, pero que evitan beberla a toda costa; curanderos que cobran sus servicios por horas; turistas a quienes les dan de beber purgantes disfrazados de ayahuasca; chamanes autoritarios que desarrollan sus ceremonias a los gritos; «chamanes» que sólo han bebido la planta tres veces en su vida. Lo que Tangoa halló parecía el futuro natural de lo que el escritor estadounidense William Burroughs padeció durante su viaje en la selva de Colombia y del Perú a principios de los años cincuenta: «Al viejo farsante borracho del chamán me lo encontré canturreando sobre el cuerpo tendido de un hombre evidentemente enfermo de malaria. (…)», dice una carta que Burroughs le envió al poeta Allen Ginsberg. «Le compré medio litro de aguardiente, y a cambio de otra botella de litro accedió a prepararme la ayahuasca. Al final acabó preparando medio litro de infusión en agua fría, después de hacerse con la mitad de la planta que le di, y no noté ningún efecto». Celine Debackere, una ingeniera de Bélgica que lleva más de dos años recorriendo el Perú, me contó que un chamán afincado en la selva del Cusco le cobró treinta dólares por una sesión de dos horas. Luego le hizo beber un líquido asqueroso que la obligó a vomitar a los pocos minutos, y finalmente la abandonó a su suerte marchándose a dormir una siesta. Por fortuna, me dijo ella, el brebaje no lo produjo ningún efecto. No era ayahuasca. Leer más en: http://etiquetanegra.com.pe/?p=281470

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