martes, 23 de junio de 2009
GENOCIDIO HISTÓRICO AL DESARROLLO HUMANO
Genocidio histórico al desarrollo humano
Por: Javier Zorrilla Antropólogo
Integrar la tragedia de Bagua en la memoria nacional exige su comprensión desde distintas visiones. Negar, bloquear o degradar la imagen del genocidio no ayuda a la construcción de una verdad integradora que requiere de comunicación y diversidad. Cada interpretación expresa una mirada, proyecta un paisaje y trasunta una intención. Además, fija criterios de relevancia. A los ojos de unos será más importante el crecimiento económico y la modernidad. A los de otros, la sustentabilidad étnica, social y ambiental. Y otros tantos más tendrán en su mira la obtención o conservación del poder. La hipótesis del genocidio llama la atención sobre la tragedia, tal y como esta puede ser contemplada en el paisaje de los derechos humanos.
Según el artículo seis del Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional de las Naciones Unidas, el genocidio se tipifica de acuerdo con la presencia de los siguiente atributos en un determinado hecho social: a) matanza de los miembros del grupo; b) lesiones graves a la integridad física o mental; c) sometimiento intencional a condiciones de existencia que hayan de acarrear destrucción física total o parcial; d) medidas destinadas a impedir nacimientos en el seno del grupo; e) traslado por la fuerza de niños del grupo a otro grupo.
La representación más extrema de genocidio reserva este concepto solo para el total exterminio físico de un pueblo distinto al propio. Entonces en Bagua no habría habido genocidio, porque “solo hubo unos pocos nativos muertos”. Incluso un número menor que el de los policías. En esta contabilidad se basó el presidente Alan García para afirmar que, en todo caso, el genocidio fue el que cometieron los nativos, azuzados por las dirigencias politizadas, contra los policías.
Pero según la tipificación jurídica internacional, que no menciona número, el que haya muertos es un rasgo que no requiere de masa para ser negado. En Bagua se cuentan oficialmente diez muertos, pero la leyenda negra habla de más. Hay confusión en las cifras de la muerte. Pero esta, repetimos, es solo un rasgo. También los heridos cuentan: el genocidio también está presente cuando se lesiona la integridad física o moral de los miembros del grupo. Según todas las fuentes, la cifra de heridos llega a los doscientos. Por otra parte, la suspensión de garantías permite a las fuerzas del orden ingresar a las casas y arrestar a cualquier persona con apariencia de nativo. Un buen número de indígenas se encuentra preso, sin defensa legal alguna, excepto por los abogados de oficio que ni siquiera hablan el idioma nativo. Visto desde la injuria corporal, estaríamos entonces, claramente, ante un genocidio de naturaleza parcial.
Pero más allá de los muertos, heridos y presos, el acto genocida tiene que ver también con la intencionalidad política de someter a un pueblo a condiciones de existencia que hayan de acarrear su posible destrucción física total o parcial. El despojo territorial, la contaminación del hábitat, la discriminación racial y la exclusión política son también actos de orientación genocida, porque ponen limitaciones severas a la vida de un pueblo.
Los decretos leyes normaban temas de territorio e inversión y sus garantías propietarias y ambientales estaban en legítimo cuestionamiento, porque el Estado Peruano, atacado de corrupción y debilidad institucional, no ofrece seguridad jurídica ni confianza en cuanto a una fiscalización justa y eficaz. Máxime cuando la historia de la minería en el Perú no es precisamente muy limpia en lo que a contaminación y daño a la salud se refiere. Ahí está la emblemática ciudad de La Oroya para demostrarlo. Y la historia del Estado Peruano no es mejor en cuanto a despojo territorial desde la Colonia hasta la República. Baste mencionar la expropiación del subsuelo a las comunidades campesinas y nativas, legalizada en la Constitución.
En cuanto a la discriminación racial, la filosofía pública del perro del hortelano trasunta desprecio por el mundo tradicional en aras de un capitalismo que ha llevado al planeta a su crisis ambiental y humana más grave: el arsenal atómico existente puede destruir la Tierra 25 veces y el calentamiento global reduce la capa de ozono, altera el clima, sube el nivel de los mares y derrite los polos y los glaciares. La globalización economicista tiene la mayor responsabilidad en este desequilibrio. La responsabilidad social y ambiental recién empieza y tampoco está debidamente institucionalizada, porque no existe hasta el momento una verdadera nación humana universal, un gobierno mundial intercultural ajustado a los derechos humanos y el desarrollo sustentable.
También ha habido exclusión política. La propia Defensoría del Pueblo ha determinado que no hubo un proceso adecuado de consulta social, tal y como lo propone el artículo 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). No se ha contado entonces con la necesaria licencia social que dota de real legitimidad a todo el proceso. Las mesas de diálogo debieron ser más plurales y esclarecedoras, pero aun así, por sí solas, no podían compensar la ausencia de una real consulta popular. Lo mismo ocurrió en Tambogrande y el pueblo tuvo que imponerse ante la ausencia de un mecanismo efectivo de democracia directa.
Pero el concepto de genocidio involucra también a los procesos de choque cultural, como el que tuvo lugar en la conquista de América. La antropología de selva en el Perú recoge los casos de 30 etnias que han desaparecido. Ensuciar los ríos y deforestar tiene consecuencias genocidas, porque los pueblos amazónicos pierden sus medios de conservación física y desarrollo cultural. El bosque amazónico es sostén material y espiritual de una visión del mundo en la que lo profano y lo sagrado están unidos. Ahí todavía los dioses no se han alejado de los hombres. El bosque es hogar, pertenencia, identidad y mensaje inspirado de espiritualidad. Entonces, no solo se mata con el fusil. También hay violencia y asesinato desde la economía y la política, a menos que se quiera sostener que nada tienen que ver las corporaciones y los gobiernos con la calidad de vida de los pueblos.
A mayor poder, mayor responsabilidad. La violencia de los nativos es reactiva a una primera y mayor proveniente de los que se creen señores del universo. Pero ambas son igualmente condenables y deben dar lugar al ejercicio concreto, recíproco y coherente de la no violencia activa, asociada al diálogo, a la democracia, a la honestidad, a la moral, al sentido de la compasión y al criterio de una justicia sin venganza.
La sumatoria histórica y sistemática de actos genocidas parciales va minando la energía creadora de los pueblos amazónicos que agonizan y terminan por desaparecer. Sin una satisfacción adecuada e integral de sus necesidades materiales, emocionales y mentales, en un ambiente libre, sano y protegido no es posible la renovación generacional, la conservación de la vida y la reproducción de una cultura. Por todas las razones aquí expuestas, los voceros del humanismo internacional y universalista lanzamos tempranamente la advertencia del genocidio. Nos pareció urgente dar la voz de alarma. De ahí nuestra declaración y comunicado que circuló internacionalmente.
Una democracia formal, de baja intensidad, con los poderes fácticos dominando al poder político, no es una cabal democracia. La sana autocrítica debería considerar que la violencia está también arraigada en las instituciones. El Estado de derecho puede tener legalidad, pero carecer de legitimidad social, especialmente cuando las condiciones de salud, educación y trabajo son tan precarias.
No se trata de cazar brujas, ni de inventar cabezas de turco, ni satanizar a nadie. Se trata de reconocer el carácter estructuralmente violento de un sistema que globaliza la dictadura del dinero, introduciéndola en todos los ámbitos de la vida. Por cierto, un sistema no menos atroz que aquellos que ahogan la libertad y disuelven la diversidad en nacionalismos o colectivismos de clase o de partido. Sendero fue también una organización genocida. Y eso pasa siempre que se somete la vida humana a un valor pretendidamente superior. Entonces emergen los fanatismos de todo tipo: “Salvo el poder (el dinero, la patria, Dios o la revolución), todo es ilusión”.
La tesis del genocidio tiene la virtud de mostrarnos sin tapujos la política oficial seguida contra la selva. Estamos en una encrucijada y se requiere una respuesta rápida y esencial. ¡Enrumbemos de una vez por todas hacia la protección de la vida natural y humana en su maravillosa diversidad! Tal vez haya llegado la hora de reconocer abiertamente que la violencia está por doquier: La corrupción es una forma de violencia moral, económica y política; la explotación, sin responsabilidad social y ambiental, es violencia económica, humana y ecológica; el autoritarismo, la ausencia de participación popular, es también violencia política, tanto como la protesta violenta que le suele seguir, dentro de un sistema de posturas que absolutizan la propia mirada y el interés particular.
En este contexto, no es de extrañar que las cosas se arreglen a patadas. Y hasta que el grupo que se siente afectado no toma un puente o bloquea una carretera no le hacen caso, ni aparece en los periódicos, ni recibe a los ministros bomberos que van apagar el fuego. Por eso necesitamos ya cambios de fondo no violentos, del lado de los políticos y la política, pero también del lado del poder económico y la población.
Los derechos humanos tendrían que dejar de ser aspiraciones y volverse orden institucional, actitud colectiva y conducta diaria. El desarrollo humano y sustentable es una visión de futuro en la que la diversidad social e ideológica podría converger. La no violencia activa es el método y el camino por seguir para lograr una transformación personal y social con sentido humanizador. Estos deberían ser los ejes del cambio político y educativo en el Perú. Cualquier otro camino nos llevará a la repetición de la tragedia de Bagua en cualquier otro momento y lugar.
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Integrar la tragedia de Bagua en la memoria nacional exige su comprensión desde distintas visiones. Negar, bloquear o degradar la imagen del genocidio no ayuda a la construcción de una verdad integradora que requiere de comunicación y diversidad.
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