*** Volvamos a los años 1905 y 1906. La explotación del caucho —demandado en Inglaterra y Estados Unidos por el “boom” del neumático— está en todo su apogeo. En la región del Putumayo se han levantado 45 centros de recolección, verdaderos campos de concentración donde campea literalmente la ley de la selva. El dueño de todo esto es Julio César Arana (quien llegaría a ser diputado), un sagaz e influyente comerciante de Rioja, dueño de lanchas que controlan la navegación fluvial (las presta incluso al Estado Peruano para defender nuestra todavía incierta frontera con Colombia). La Casa Arana tiene agencias en Nueva York y Londres como The Peruvian Amazon Rubber Company. La empresa funciona así: contrata empleados entre ex soldados, desocupados y aventureros. Y quienes destacan por su don de mando y crueldad son elevados a jefes, verdaderos tiranos que disponen de la vida de miles de indígenas, a quienes capturan para recolectar caucho del bosque. Cada jefe obtiene un porcentaje de lo recaudado, por eso obligan a los nativos (hombres, mujeres y niños) a buscar la materia prima sin pagarles casi nada o lo que es peor sin darles alimentos. Si los nativos no cumplen por enfermedad o cualquier otro motivo, sencillamente los sentencian a muerte.
*** Después del estallido del escándalo en la prensa de Iquitos y de Lima (El Comercio y “La Prensa”), el Estado se vio obligado a investigar. Más aun cuando el Gobierno Inglés envió al Putumayo a sir Roger Casement, cónsul británico en Brasil, para constatar la veracidad de las denuncias, pues la empresa de Arana había sido constituida en Londres. Entonces, se abrió un proceso en 1907, que estuvo paralizado hasta 1910, cuando lo retomó el juez Rómulo Paredes. El libro reproduce los dos informes de este juez. Verdaderos documentos del horror. Se reporta, por ejemplo, que cincuenta indios ocaínas fueron quemados vivos en La Chorrera, uno de los primeros centros de extracción de caucho en el Putumayo. Luego se señala los casos de otros 30 indios muertos a machete y de 35 decapitados en una sola noche, en las cercanías del río Pamá. Rómulo Paredes describe a los jefes como “criminales morbosos, degenerados, que tenían la sensualidad en la sangre”, y que “vivían rodeados de indiecitas adolescentes, escogidas como concubinas”. Si alguna escapaba o era infiel, se la castigaba hasta morir. Se cita el caso de un tal Armand Normand que “torturó de la forma más espantosa y canallesca” a cuatro mujeres hasta matarlas. *** Lo paradójico, y así lo enfatiza este volumen, es que los caucheros pretendieron ocultar sus crímenes presentando más bien a los indios como salvajes y caníbales. Inventaron informes (como los del cónsul peruano en Manaos, Carlos Rey de Castro, defensor incondicional de Arana), y trucaron imágenes (niños huitotos alrededor de una olla donde supuestamente hervía una cabeza humana). Ellos decían que en el Putumayo realizaban una misión civilizadora y que Arana era un patriota que impedía la penetración colombiana en la región. En la segunda década del siglo XX el imperio de Arana llegó a su fin cuando decayó el “boom” del caucho amazónico. Pero sus crímenes siguen interpelándonos a todos desde la oscuridad del tiempo. Un suceso fundacional Conversamos con los editores del volumen Manuel Cornejo y Alberto Chirif. El tema de los indígenas esclavizados durante la época del caucho ha sido poco tratado por la historia oficial, ¿a qué se debe este hecho? Manuel Cornejo: Aparte de la lejanía geográfica, ha habido una lejanía mental hacia la Amazonía, percibida ajena al contexto histórico republicano. Poner en escena a la Amazonía y sus sociedades complejizaba aun más el irresuelto dilema nacional por parte de la sociedad letrada. Basadre le dedica solo una página a este episodio. En realidad, este tema representa una etapa fundacional en la que se evidencia nuestra fragmentación como país y el racismo hacia las poblaciones indígenas. ¿Es un período clave para entender esa dicotomía entre civilización y salvajismo que perdura hasta nuestros días? M.C.: Sí, es en esta época (fines del siglo XIX y primeras décadas del XX) en que se construye este imaginario. Por un lado, está la imagen manipulada del indio salvaje y alejado de la historia y temporalidad occidental y, por otro, la figura del cauchero como el civilizador. A pesar de que somos un país donde conviven diversas culturas y tradiciones, muchas veces estas no son respetadas y solo hay cabida para un monólogo centralista y jerárquico. Por eso, en la actualidad, hay sectores que mantienen esta visión cauchera sobre la Amazonía. La muerte y desaparición de comunidades amazónicas se ha repetido lamentablemente a lo largo del tiempo Alberto Chirif: La repetición es pavorosamente regular, como lo son también los argumentos para justificar los atropellos. Hasta inicios de la década de 1990, indígenas del alto Ucayali eran víctimas de patrones que los mantenían como esclavos y los castigaban físicamente cuando intentaban huir. La justificación era que se los estaba civilizando, que se les estaba haciendo un bien. Hoy ya no se habla de civilizar a los indígenas sino de llevarles la “modernidad”.El Comercio
¡Acabo de descubrir que yo era un completo ignorante!
ResponderEliminarNo sabía nada de todo esto.
Pido perdón por mi ignorancia.
Gracias por informarnos.
Sergio Palacios